Después de formarme como cocinero y tras 16 años en los fogones de las mejores cocinas de Madrid y Londres, me di cuenta que era difícil encontrar restaurantes donde ofreciesen el tipo de comida que realmente me gustaba cocinar y comer a diario.
El ritmo frenético y la exigencia de un restaurante de alto nivel estaban haciendo que se perdiera esa esencia de la cocina artesana y me escandalizaba cada noche por la cantidad de comida que se desperdiciaba.
Si quería pedir comida a domicilio, tenía la posibilidad de escoger cualquier plato de Japón, Tailandia o Perú pero resultaba casi imposible conseguir un auténtico marmitako de bonito, unas buenas albóndigas o un arroz caldoso.
Me dí cuenta que la gente a mí alrededor estaba harta de malgastar el domingo cocinando para toda la semana, se conformaba con cualquier cosa para salir del paso o simplemente estaba cansada de comer menús del día monótonos y poco saludables.
Nuestro estilo de vida acelerado nos estaba haciendo olvidar la manera de comer que tenían nuestras madres y abuelas, que cocinaban a diario con productos naturales de temporada.
Lo ví clarísimo, tenía la posibilidad y, sobre todo, las ganas de poner solución a esas necesidades que veía a mi alrededor.
Dejé mi trabajo en el restaurante, renuncié a la estabilidad, a un buen sueldo y durante un año me formé e investigué la forma de ofrecer una cocina más real y accesible a todo el mundo.
La clave consistía en cocinar cada plato desde el principio, con cariño e ilusión, respetando el producto y sus tiempos y envasarlo sin aditivos ni conservantes para llevarlo a todo aquel que quisiera comer mejor mientras conseguia más horas de tiempo libre.
Pero eso no era suficiente, tenía que ser sostenible, así que pensé:
Si los pedidos son semanales, ¿no se reducirían los desplazamientos, gasolina, contaminación...?
¿Y si hacen los pedidos con antelación, y solo pedimos la comida estrictamente necesaria y no tiramos nada a la basura?
¡Bingo!